sábado, 25 de enero de 2014

El unicornio púrpura

Recostada junto a mi unicornio púrpura acaricié sus ojos húmedos; él me miró y los cerró. Al oído le susurré la que siempre fue nuestra canción de amor y él, amargamente lloró. Exhalé mi aliento en su cuello y clavé mi daga en su pecho. Su cuerpo se contrajo hasta partirse y ni siquiera gimió.


Arranqué su corazón caliente y latiendo lo enterré, envuelto en seda roja, junto a la Mandrágora. Las hadas dijeron que era la manera de poner fin al hechizo de la mirada de la Mamba Negra.

Mil años vagué por los bosques y cada luna llena quitaba las hierbas de su tumba hasta que llegó el día que de la tierra asomó un capullo de seda roja.

Lo desenterré y lo llevé a nuestra cueva. 

La crisálida fue creciendo, se transformó en el más hermoso y majestuoso de los unicornios y regresó junto a su manada.

Pasaron otros mil años. Yo lo amaba cada día más pero él ya no me reconocía.

Clavé las uñas en la tierra, en esa misma tierra dónde una vez custodié su alma. Cavé hasta sangrar; el dolor me consolaba.

Cubrí de arena las piernas y la cintura. Corté mis venas y antes de darme la estocada mortal me despedí de mi vieja amiga la Mandrágora. Ella, con sus ramas, terminaría de enterrar mi cuerpo.

No tembló mi pulso pero mi mente quedó paralizada ante la mirada intensa de unos ojos.


Cuenta la leyenda que Derom, el rey de los unicornios, se adentró un amanecer en el bosque y vio bajo un arbusto, enroscada en el suelo, a la Mamba Negra. Sintió un dolor terrible en el pecho y su mente, de pronto, recobró la memoria que la sierpe le arrebató.

Cortó y atravesó con su cuerno la cabeza de la serpiente y la lanzó a lo lejos. Quedó estupefacto al ver unos cabellos dorados que sobresalían de la tierra y escarbó. Gritó con impotencia al reconocer el rostro de Gea, su esposa.

Aún estaba caliente pero el mal del reptil se había apoderado de ella. Con su asta abrió el pecho de la muchacha y sacó su corazón. La Mandrágora le entregó un pañuelo de seda roja para envolverlo y enterrarlo.

Quemó la cabeza de la Mamba Negra y esparció sus cenizas sobre la arena que cubría a Gea, tal y como le dijeron las hadas.

Esperó mil años. Cada luna llena quitaba las hierbas que crecían sobre la tumba. Por fin un día, de la tierra asomó un capullo de seda roja.

Lo desenterró y lo llevó a su cueva. 

La crisálida fue creciendo, se transformó en la más bella y majestuosa de las mujeres.

Pasaron otros mil años. Él la amaba cada día más y ella al oído, como tantas veces, le cantaba aquella canción de amor.

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