viernes, 14 de agosto de 2015

Amigo imaginario


De niña le contaba mis cosas a Johni, un caballo blanco al que solo yo veía.

Por las tardes, cuando llegaba del colegio y merendaba mi bocadillo de Nocilla, me iba corriendo a la orilla del río y lo cruzaba, pisando sobre las piedras, para no mojarme. En el otro lado, ya en el bosque, saltaba por encima de los matorrales, las piedras y los troncos. Tenía prohibido ir a la montaña porque había lobos pero yo corría y corría pues era un caballo blanco, igual que mi amigo Johni, y los lobos eran como nosotros, seres solitarios. (Siga leyendo)

Por entonces pensaba que era una yegua voladora y no entendía por qué tenía que vivir con una familia, en una casa e ir a la escuela. Así que trotaba, brincaba de sillón a sillón, bajaba los escalones del cole de tres en tres y caminaba, como una funambulista, por la valla del parque. Me miraba en los escaparates al pasar y levantaba bien altas las rodillas, como un corcel elegante. Parada, al paso, al galope, paso español, cambios de ritmo, fantasía, giros, cabriolas y arreones. Una pierna, la otra, los codos pegados a los costados, los puños cerrados y la cabeza ladeada. Soñaba con ser un alazán jerezano.

Me sentía una potranca joven y el resto de niños y niñas eran eso, niños y niñas. Jugaba sola, saltaba, me subía a los muros altos, a los árboles y tejados y era feliz. Sin embargo, mis compañeros de escuela cuando se asustaban me llamaban, y es que, en el patio del recreo, había una grieta profunda en el suelo, de la que decían que se oía roncar al diablo; la verdad es que a pesar de haberme asomado varias veces, jamás escuché nada, tan solo se veían unas hormigas negras, con cabeza gorda y pinzas en la boca, con la que transportaban restos de pan y hojas, para llevarlas dentro del hoyo. Así que les explicaba a los críos que ahí no se oía nada y ellos, ya tranquilos, continuaban con sus juegos. No tenía claro, por entonces, lo que era un diablo pero por el miedo que causaba, sus ronquidos debían de asustar mucho.

Cabalgaba, corría, saltaba y crecí. De pequeña no tenía mucha importancia pero, conforme iba haciéndome mayor los niños se reían de mí y las niñas se apartaban.

Mis padres y los profesores decían que era muy reservada y que debía tener amigos, pero me daba igual porque tenía a Johni. Al final me apuntaron a todo tipo de actividades para ocupar mis tardes, fines de semana y vacaciones . Y lo consiguieron, robaron mi tiempo pero no mi mente. Johni siempre estaba ahí e incluso, poco a poco, comencé a escuchar a las plantas, a los animales, a las piedras y a las personas que guardaban silencio y, cuando notaba su dolor, las miraba, acariciaba y, sonreían.

Que si Dios existe, que si el Diablo también, que si tienes un amigo invisible y eso es enfermizo… claro, yo hablaba con Johni y era una locura pero ellos que hablaban con Dios, los santos, sus muertos, o el Diablo roncador estaban muy cuerdos.

Antes del desayuno me daban una pastilla por lo que apenas podía cabalgar camino del cole, de la catequesis… y mi caballo blanco se iba borrando. Me miraba de lejos, creo.

Y aprendí a hablar como ellos, a moverme como ellos, a vestir de temporada, a poner los cubiertos en orden, a bordar, a estudiar, a temer. A callar. Aprendí mucho. Olvidé a Johni. Aunque a veces me hablan las flores y los animales siguen mirándome de esa manera, sí de esa manera… y nunca, nunca dejé de escuchar a la gente que guardaba silencio.

Ayer celebramos mi cumpleaños. Mientras soplaba las velas de la tarta veía a mis hijos jugar. Mi madre se acercó a mí y me dijo que Matilda, la más pequeña, era como yo y me espetó: ¿Es que no ves que está subida en lo alto del olivo? Bájala.

Y fui a por ella y la bajé.

Pero no iba sola, me acompañó Johni y salimos a trotar los tres.

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